Roberto Succo, "El Asesino de los Ojos de Hielo", que entre 1981 y 1988, y el cual se definió como "Soy un asesino. Mato gente." Este es el punto de partida de la obra, un joven que vuelve a casa, tras asesinar a su padre y escapar de prisión, para recoger sus pantalones y camisa preferidos y liquidar un asunto pendiente, su madre, a ritmo del "Hey" de Pixies.
Una escenografía, de lo mejorcito que hay últimamente en la escena madrileña, que nos reproduce el domicilio familiar, una estación de metro, una casa de citas del Pequeño Chicago de Toulon, y la casa de la familia de Gamine. En cada uno de estos espacios se reproducen las 15 escenas en las que se nos cuenta el periplo de Roberto, escapando de la justicia y olvidándose de quién es a cada muerte y cada paso que va dando, camino de las montañas de África en las que siempre hay nieve, como queriendo congelar su vida. En el camino se encuentra con la virgen Gamine y su desestructurada familia, violenta y de falsa moral, que será la única que saldrá en su busca cuando Roberto desaparezca. Un montaje muy cinematográfico de la mano de Julio Manrique, que hasta por los títulos de cada una de las escenas, dirige una película en vivo.
Todos los personajes tienen un halo de tristeza y soledad, tema principal de la obra de Koltès, y abocados a la muerte, física o en vida, como la desolada hermana de Gamine, o el propio Roberto, que como confiesa a todo aquel que le quiere escuchar, desearía ser invisible, pasar totalmente desapercibido, o simplemente despertar en los demás tanto asco que nadie se le quiera acercar.
Pablo Derqui como Roberto Zucco está soberbio, memorable, aunque por momentos, y acercándose el final, me dio la impresión que, como Roberto, era invisible y que aun siendo el protagonista, todo estaba girando en torno a los secundarios, cuando en realidad él está en escena casi constantemente. Pablo dice más con su cuerpo y su mirada que con la palabra. Rosa Gámiz, que comienza siendo la madre, va mejorando según avanza el texto, pero a todos sus personajes los cubre de un halo de caricatura que no me termina de cuadrar con el resto, un poco fuera de lugar. Esa madre rehén que declama que la sangre de su hijo es ella y que ahora ya nada le queda y que cualquiera podrá andar sobre lo único que le pertenecía, es un testimonio desgarrador, que en boca de otra hubiese tenido la fuerza que debería tener, aunque quizás todo forme parte del master plan de ambigüedad y dualidad de todos los personajes. Oriol Guinart me deja un muy buen sabor de boca con esa prostituta entonando el "Guarda che luna", de Fred Buscaglione, y el hombre que encuentra a Roberto tirado a la puerta de un bar y le dice que es "de la raza de tios que da ganas de llorar con solo mirarles". Xavier Ricart y Andrés Herrera, en todos sus personajes, le imprimen fuerza y realismo, al igual que Xavier Boada. María Rodríguez unicamente tiene su momento de gloria al final, aunque esta opinión puede estar motivada porque me recuerde a la forma de actuar de Irene Escolar y eso no es nada bueno. Laia Marull, como siempre, muy veraz.
Obra muy recomendable, de esas que no te dejan indiferente y que, como es mi caso, te apetece repetir, para captar diferentes matices y disfrutar en un segundo visionado. Sala 1 del Matadero, hasta el 13 de octubre. Visita obligada!
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